domingo, 29 de abril de 2012

Ninfomanía persecutoria


Relato creado por Santiago Sanchez,  escritor del blog  http://rockaroundtheclock.latrincheradesistemas.com/
 

– Te quiero follar como un animal–. Es lo que me dice ella con una voz altamente sexual al otro lado de la línea. Y después cuelga. Esa es mi vida ahora, una vida que gira única y exclusivamente entorno al sexo. Ella tiene lo que su psiquiatra llamó "hipersexualidad" justo antes de que ella lo abandonara. Porqué empeñarse en combatir algo cuando te trae más placer del que jamás pudieras imaginar? Mejor disfrutarlo mientras dure.

Estoy en el trabajo y los minutos pasan como si fuesen días mientras espero la hora de salida, la hora de mi salida, la hora en la que regreso a casa y me la encuentro desnuda deseando bajarme los pantalones. Después de esta llamada no me queda duda de que está masturbándose con alguno de los vibradores que hay repartidos por todas las habitaciones de la casa. La gente "normal" cuando no sabe que regalar, acaba regalando perfumes, flores, o cualquier otra cosa que denote un elevado desconocimiento el uno del otro. En esos casos yo le regalo pollas de plástico, o, simplemente, me unto la mía con chocolate y le doy de comer. En otras ocasiones, lo que le regalo es un arnés especialmente adaptado para alguno de sus vibradores, para que sea ella la que me folle a mí. Da igual, todos los juguetes sexuales que posea, siempre necesita más y más. Aunque por desgracia para mí, con los hombres le pasa lo mismo, siempre necesita más y más.

Con estos pensamientos se me hace difícil concentrarme en mis tareas, mi erección se está chocando contra la parte baja de mi mesa y lo único que puedo pensar es en dársela a ella. Viene el jefe y me habla, yo asiento una y otra vez sin poder escucharle. Estoy hipnotizado por el deseo, hechizado por las imagenes de sus manos acariciándose, seducido con la idea de lo que me espera al llegar a casa.



Es la hora. Los límites de velocidad son para la gente que no quiere llegar, para todos los zombies que un día tras otro se dedican a vivir las vidas que les han enseñado a vivir, para esa gente que después de pasarse todo el día deseando morir echaran un polvo a sus parejas para correrse y poder dormir. Para mí no hay límites, es lo que ella me ha enseñado, no estamos limitados más que por nuestra propia idea de que tenemos que limitarnos.

Sólo el hecho de introducir la llave en la puerta me la pone más dura que una piedra de jade, porque sé lo que me espera. Puedo escuchar sus gemidos en el salón mientras mi cabeza empieza a dar vueltas. Me concentro en cerrar la puerta, no sería la primera vez que debido a la excitación la dejo abierta. Después de cerrarla me doy la vuelta, ella ha venido corriendo y está de rodillas justo delante de mi. En un segundo han caído al suelo las llaves, mis pantalones y mi ropa interior. Mi erección se encuentra rodeada de su saliva y su lengua se pasea desde mis testículos hasta el extremo de mi pene más alejado de mí, despacio, muy muy despacio. Mientras tanto me mira a los ojos y clava sus uñas en mi trasero. Poco a poco va aumentando la velocidad de su lengua, hasta que empieza a mover su cabeza rítmicamente, alante, atrás, alante, atrás, alante, atrás...

Me he deshecho de mi camisa y allí se ha quedado, un día más, en el suelo de la entrada. Para de chupar y empieza a besármela desde la puntita hasta enrredarse con mi escaso pelaje. Beso a beso, recorre mi vientre sin dejar de mirarme, sus ojos siguen clavados en los míos. Me encanta que me mire con esa cara de deseo y ella lo sabe, lo sabe muy bien. Estoy en el paraíso y en el infierno a la vez, puedo recorrer el universo en su mirada, puedo sentir la mano de Dios en sus propias manos, haciendo milagros a cada momento con cada uno de sus dedos. Su boca está inspeccionando mi ombligo y sus manos a la vez se recrean en mis caderas. Sé perfectamente lo que viene después, esos mordiscos en mis pezones que me ponen los ojos en blanco. No tiene prisa, le gusta torturarme de placer, le excita, y puedo olerlo. Ese maravilloso olor de su sexo, de su excitación. Podría correrme sólo oliéndola. Aunque mi nariz no esté cerca de su clitoris, llega hasta mí en una excitante corriente de aire denso. Si hicieran los ambientadores con este olor la gente sería mucho más feliz... y se pasarían el día empalmados.

Por fin me besa, por fin me agarra la polla. Su lengua empieza a jugar con la mía. Al principio sólo se tocan los extremos para después recorrer mi lengua con la puntita de la suya, por arriba, por abajo, la rodea. Mientras, su mano sigue firme, sin moverse, apretando fuerte, dejándome sus dedos marcados. Empiezo a corresponderla y bajo mi mano derecha hasta su pubis. La dejo allí quieta, mientras siento la suya, mientras sentimos nuestras lenguas. Noto su calor con mi mano, una elevada temperatura. Tiene el trópico entre las piernas. Separo mi lengua de la suya para susurrarla al oído que estoy deseando llenar de saliva bajo su ecuador, llenar mi lengua de ella. Con suaves besos bajo y allí me encuentro su sexo, lo huelo, respiro fuerte, me embriago de su amor, aguanto un poco más, quiero que ella me lo pida, que me lo grite, que me agarre la cabeza y me la incruste en su entrepierna. Y lo hace, yo intento darle las gracias pero no puedo, mi boca entera está ocupada. Le tiemblan las piernas. En esta posición, va andando hacia atrás, hacia el salón. Mi boca sigue pegada a ella, yo me arrastro de rodillas como si fuese un perro.

Cuando llega al sofá abre sus piernas mientras yo me levanto y me preparo para embestirla una y otra vez, hasta que los dos estemos tan exhaustos como para no poder ni hablar. Y así lo hago. Ella grita, yo gimo, no paro durante diez minutos seguidos. Me tira del pelo hacia su cara para que la bese, me tira tan fuerte que pego un pequeño grito de dolor. Es muy violenta, pero me da igual. Estamos chorreando de sudor. Ella está chorreando algo más. Estamos a punto de reventar y reventamos. Caemos sobre el sofá. Nos damos un beso. Le propongo ir a la cama a descansar un poco hasta la hora de la cena y ella acepta. Y yo aún me lo sigo creyendo. Después de diez minutos, estoy en un estado de duermevela a punto de quedarme profundamente dormido cuando noto que ella se levanta de la cama. Este es el momento en que acaba su enfermedad y empieza la mía. Cuando muere mi excitación surge la paranoia. Duermo.

Me asaltan pesadillas en las que ella acaba dejándome para irse a una casa llena de tíos buenos que se la follan por turnos de dos. Pesadillas en las que no usa condón con los demás como me dice y en el que acabamos muriéndonos de una enfermedad extrañísima. Delirios paranoicos inacabables para mis horas de sueño, ojalá se quedasen ahí. Me despierto. Oigo gemidos en el salón. Gemidos de hombre. Tengo hambre.

Me dirigo hacia la cocina y cuando paso por el salón el tio pone cara de horror. Vaya, otro al que no le ha contado nada, y al pobre se le acaba de bajar toda la erección al verme. Ella se rie y me acusa de haberle cortado el rollo. Y vuelve a reír. Hay veces que son varios los que están con ella, otras veces son chicas, y otras veces me apunto a la fiesta. Un trío, un cuarteto... tener una pareja bisexual y liberal dicen que es el sueño de todo hombre. No voy a mentir, las primeras veces que haces un trío es bastante divertido y excitante, pero poco a poco todo eso se va transformando en más paranoia, en que las posibilidades de que encuentre a alguien mejor que tú se multipliquen por dos. De la fantasía a la paranoia en dos cómodos plazos. Debería tomarme mi medicación.

Sigo andando hacia la cocina. Le digo que voy a cenar. Ella dice algo, creo que quiere que espere diez minutos a que termine para cenar conmigo, pero como está intentando levantársela otra vez a ese tipo, es difícil entenderla. Llego a la cocina, pongo el televisor, me siento y espero. Espero a que ella termine, mientras, por mi cabeza pasan imagenes de como me va a decir que lo nuestro se ha acabado mientras se va con el tipo que se la está tirando ahora mismo, como vamos a descubrir que nos vamos a morir dentro de poco por una enfermedad rarísima o como se cansará cuando yo no pueda darle todo lo que ella necesita de mí. Esta es mi vida ahora.



sábado, 14 de abril de 2012

Verano del noventa y cuatro


Esmarelda dispuso el almuerzo familiar: cereales Cheerios de frutas, copos de avena, rebanadas de plum cake de nueces, tazones de leche para sus dos hijos pequeños y café americano para ella. Justo al dejar las cucharas sobre la mesa, escuchó el tintineo de la melodía que tenía asignada para su teléfono móvil. Lo buscó con la mirada y en un segundo acertó su ubicación. Miró el identificador de llamadas cuando lo tuvo en su mano. Una escuetísima autoreflexión la inundó con un estremecimiento pariente a la decepción. “¡Dios! No tengo voluntad para esto”, repasó, inútilmente, mientras descolgaba el teléfono.
“¿Cómo va eso, hermanita?", articuló el interlocutor. La voz de Leandro sonaba tan excitada que Esmarelda sintió que iba a detonar el auricular. “Hola Lean; qué buen humor gastas hoy”. Sintió remordimientos inmediatos por sus  palabras tan pronto las pronunció. Ahora se suponía que le había dado pie para que le explicase qué suceso tan asombroso había acaecido con motivo de su felicidad. Esmarelda se repitió a sí misma, un total de seis veces, no ser tan censurante e intransigente. ¿Por qué debía importarle que las historias no fuesen ciertas? Reflexiones recurrentes se despeñaron por la mente de Esmarelda; como cuando le representó la escena de cómo había derrotado, vigorosamente, en un área de servicio, a trece fugitivos que habían escapado de la cárcel.
“¿Por qué le está pasando esto a mi hermano? ¿Por qué la vida no es nunca como lo era antes? ¿Y si me termina pasando esto a mí?” Sus pensamientos fueron interceptados por el retumbo de la risa incontrolable de Leandro. Esmarelda emitió un sonido que sugería desconcierto y fue entonces cuando Leandro dejó de reír y le preguntó si podía hablar con los niños. Ella ideó una lacónica excusa y cambió de tema. Creyó que lo mejor sería recurrir a cuestiones más ligeras, preguntas rutinarias, las de siempre: “¿qué has desayunado?”, ó “¿vas a ver alguna película hoy?”, irían bien. Mientras trataba de encender un cigarrillo para acompañar el café, se preguntó por qué se tomaba la molestia de tener ese tipo de conversaciones sin sentido. Hizo un salto en el tiempo; le vino a la cabeza cuando se escapaban juntos al huerto de la tía Conchita para fumar el tabaco que le tomaban prestado a su madre. Luego se las ingeniaban para no dejar rastro de su delito. Recordar esto le hizo feliz. Se sentó y trató de concentrarse y escuchar realmente a Leandro. A continuación, Leandro le dijo sin vacilar un segundo, que era un adicto a la heroína y que hoy era su decimoquinto día de estar limpio. Le contó que las marcas que le dejaban las orugas que veía frecuentemente, estaban desapareciendo. Esmarelda se detuvo un momento para pensar cómo quería manejar esto. Podía ser honesta con Leandro y decirle que lo que le ocurría sólo sucedía en su mente y que ello desembocara posiblemente en algo fatal ó, bien, podía seguirle la corriente y felicitarle sin más por sus quince días. Parecía tan orgulloso de sí mismo que decidió decirle que ella también estaba orgullosa de él.
Esmarelda consideraba que había perdido al Leandro que solía ser. De hecho, la relación que una vez disfrutaron, era sólo un eco de su memoria que parecía cada vez más peliagudo de distinguir. Se multiplicaban sus pensamientos sobre su infancia y adolescencia, que se habían abierto paso, sin consentimiento, haciendo uso de su memoria. Pensó en los dos. Hasta verano del noventa y cuatro. Entonces se acordó de cómo él empezó a cambiar. Hablaba de cosas raras, contaba historias confinadas únicamente a la imaginación y, a veces, sólo se quedaba quieto en el mismo sitio, mirando inmutablemente a la nada y sin hablar en absoluto. Volvió a sentir el mismo escalofrío que cuando le dijeron que estaba diagnosticado de esquizofrenia. Pensar demasiado en el pasado provocaba en la mente de Esmarelda cortocircuitos de preguntas que no podían ser respondidas. Trató de dejar la mente en blanco. Pensó en cortar el césped.
Olvidar el problema era difícil, ya que Leandro llamaba cada lunes y jueves. Esmarelda se odiaba por no querer tratar con él. Ella lo amaba tanto... Las conversaciones tenían tanta energía que Esmarelda se dijo a sí misma no ser tan egoísta. 




“Así que Lean, ¿qué quieres para tu cumpleaños?”, le preguntó. En ese momento él gritó tan fuerte como pudo “¡He de ir a jugar con el aspersor! Hasta luego Esmarelda”.
Colgó el teléfono con la misma extraña sensación vacía que siempre tenía después de una llamada de Leandro. Esmarelda trató de ordenar su mente. “Olvídate de todas las preguntas”, se dijo. “No hay nada que puedas hacer, me encanta por lo que es él".
Esmarelda aupó a su hija de 2 años de la silla. “Vamos a jugar con en el aspersor”, y salieron al jardín.



Relato de Desirée Serrano Buiza.  Escrito y dedicado para alguien que sabe que estas palabras son "recuerdos".
Gracias