viernes, 5 de octubre de 2012

Cuando las nueces se pasan

Amaneció con antojo de nueces y pensó que sería algo pasajero.

Meses después se sienta, en uno de los taburetes tapizados con terciopelo azulado de Le Louré, a explicar su pequeña anécdota frente a la psicóloga Elisabeth Strouss. La camarera del local, todavía vacío, se dedica a repasar las copas antes de la happy hour, mientras escucha sobrecogida “entre bambalinas” lo que cuenta la mujer que puede llegar a ser su próxima compañera:

– Día tras día me perseguía el deseo incesante de comprarme una bolsa enorme de nueces, pero por alguna razón prefería que me las dieran. Así que, aprovechando la cercanía de mi aniversario, me dediqué a decirle a mis allegados que si pensaban regalarme algo ese algo debían ser nueces. Acumulé un número considerable, mi problema vino cuando al tenerlas todas ante mi no quería comérmelas. Es curioso, pero me gustaba tanto que algunas personas se hubieran preocupado por cumplir mi absurdo deseo, que tenía la sensación de que si me las comía no sólo desaparecían las nueces sino que también lo harían las buenas intenciones.

La psicóloga la miraba confundida, pensaba disimulada qué tenía aquello de importante, en porqué era relevante y significativo para la vida de la mujer la historia de las nueces y si, tal vez, era simplemente una pérdida de tiempo.

Sin alargarse más, la mujer miró a la experta fijamente y le dijo textualmente, según la posterior confesión de la camarera:   – “Se pudrieron, como mi relación con los que me las regalaron”.


                                                               Dos años más tarde


– Tras incontables elucubraciones al respecto, ilimitados intentos por darle sentido, apabullantes pensamientos sin respuesta. Hoy, en medio de un atasco, mientras recordaba la historia que me había contado la muchacha en la entrevista de trabajo para la coctelería, me he dado cuenta de que tengo la respuesta, sé que quería decir la mujer con aquellas palabras. Los antojos, vienen y van... no son las personas que más te aman las que satisfacen tus caprichos, sino las que se quedan cuando te cansas de ellos. Aquella mujer deseaba las nueces y las consiguió, pero por no querer gastarlas no se las quiso comer, y, al final, ni se las quedó ni se las comió, porque se pudrieron. Todo tiene un ahora, un presente, una razón de ser y cuando deja de tenerla, se pudre y desaparece, aunque uno no haga nada porque se marchite, nada dura para siempre. Y aunque es casi una ironía, es vital aceptar la finitud, para así poder decidir, lo que en nuestras manos está del propio destino, dándonos un pequeño margen de libertad, pues más vale que algo se acabe por gastarlo que por miedo a hacerlo.