domingo, 25 de diciembre de 2011

Entrar o no entrar


Unas horas antes de que escribiera estas líneas me encontraba algo confundida en la puerta principal de mi casa, con la llave medio colocada en la cerradura y preparada para entrar, pero sin el valor suficiente para hacerlo. Nervios, tensión, mi cabeza dividida en dos bandos, a la derecha los recortes, sin argumentos, pero con un claro No y a la izquierda una nube de humo donde creí ver un SI. Se cayó la llave al suelo, bien, si soy sincera se deslizó por el pomo sin que yo pudiera evitar su caída porque a esas alturas ya tenía las manos sudorosas. A mi pequeño melodrama se suma que ni siquiera podía aliviarme con un pitillo de urgencia porque, como es lógico, no iba a ser la excepción de la ley de Murphy. Los fumadores me comprenderán perfectamente, basta que tengas la extraña sensación de que un cigarro te ayudará a tranquilizarte y salir del embrollo para que no lleves mechero. No podía ser cierto, ochocientas bolsas (de acuerdo eran tan sólo cuatro) con mil utensilios y me había olvidado el maldito mechero. Irremediablemente sentí subir la furia conmigo misma para acabar en un nada elegante “Mierda, a veces pareces imbécil”. Necesité varios minutos de reflexión para calmarme en el rellano, eso si, sin dejar de lado un séquito de intentos frustrados por trabar una genial estratagema que me librara de aquello, pero no la había, al menos no una tan elaborada como para que mi madre se la creyera. Claro! mi madre estaba en el juego, y cuando se trata de una madre es una auténtica misión imposible mentir y no la protagonizada por Tom Cruise. Solo me separaba de las paredes que conforman mi dulce hogar esa dichosa puerta de madera, lo suficientemente gruesa como para que me ocultara detrás de ella, y, sin embargo, tan fina que escuchaba la conversación que había al otro lado, en la cocina. No sé si era pereza o miedo a no saber llevar la situación con estilo lo que me impedía no abrir, y esa duda consiguió que perdiera otros tantos minutos invertidos en dar una y más vueltas por el estrecho pasillo que conduce al ascensor. Caminaba de un lado para otro como si tuviera muchísima prisa, supongo que desde fuera debía aparentar estar concentrada pensando en algo importante, aunque la verdad es que simplemente andaba esperando a ser rescatada.

Debía entrar y era consciente de ello, pero se me hacia cuesta arriba. Ya me había ido la noche anterior a dormir a casa de una gran amiga por dos razones; 1. Crearme una noche que, acompañada de dos rones, me hiciera olvidar que tenía la entrada para ver a Iron Maiden en el festival Sonisphere de Madrid y me había visto obligada a quedarme en Barcelona. Y 2. Alejarme unas horas preventivas de lo que se iba a cocer en mi casa los próximos días. He de reconocer que conseguí las dos, y aunque a medias, me lo pasé genial a enteras. Además cabe sumar a una divertida noche algo aparentemente irrelevante pero que si eres mujer probablemente entenderás, y es que iba cargada de una inexplicable confianza en mi misma porque me había comprado, dos días atrás, una camiseta de aquellas que al verla piensas “Está claro que la han hecho pensando en mi” y después suplicas “Por favor que me llegue para comprarmela con la chatarra que llevo encima”mientras cuentas monedas .

Volviendo a mi drama, todavía en el rellano recordaba la risa de mi amiga minutos antes de llevarme a mi casa, risa provocada por mi caótica situación hogareña, además de su cortés pero burlón “ale, que vaya bien” de despedida, con ese tono caracterizado por expresar en el fondo el alivio de poder irse tranquilamente a su casita y dejarte de la mano de dios ante el peligro. Cargada con un bolso gigante, uno pequeño, una bolsa de papel odiosa y una mochila, intenté convencerme de que no sería tan terrible como lo había recreado en mi mente, y entonces ¡bumm! y ¿Si por un casual no iba tan desencaminada y si que lo era? Varias preguntas de este tipo y algunas que no tenían nada que ver con el asunto pero que me calmaban haciéndome pensar en otras cuestiones, me condujeron a una frase que seguramente ya has escuchado “Cuanto antes lo hagas, antes lo terminarás” alternativa del clásico “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Por el momento, era de todas mis divagaciones, la más razonable. Mi circunstancia no era inaguantable, si no una de esas situaciones en las que debes hacer algo y lo sabes, pero extrañamente te vuelves solo un "poquito" más infantil e inmaduro que de costumbre (porque todos nos ponemos tontos de vez en cuando). Así, intento tras intento por tramar una historia que consiguiera salvarme, lo único que era inescrutable es que cada segundo corría en el reloj en mi contra dejándome sin tiempo. Lo sé, cuando algo no me apetece comienzo una de mis peores tendencias, la de magnificar negativamente todo lo que se me pasa por la cabeza que pueda esperarme del momento. El quid de la cuestión es que cuando el peligro te acecha dentro de tu casa no tienes escapatoria una vez has entrado, y menos aún si la mirada imaginaria pero atizante e increíblemente presionadora de tu madre te dice con la frialdad contundente de los mejores malvados de las películas de terror y, al mismo tiempo, del característico calor que invade a la mujer española: “entra ya... que como te tenga que entrar yo va a ser peor para todos”.






Finalmente lo hice, pude superar mi temor. Si, así es, entré de una vez por todas y allí estaba... Toda la familia de la pareja de mi madre esperándome para comer en un día tan señalado y, por supuesto, esperando para conocer a la hija de la susodicha. Se escuchaba de fondo a mi abuela repetir una y otra vez "A qué es guapa eh? A que si? Si... es guapa y ¡inteligente!". Y enfrente de todos ellos, como si de un jurado se tratara, yo, con una de aquellas sonrisas que uno pone cuando no tiene ideas para atenuar la situación y menos aún un comentario ingenioso. Unas horas después de mi hazaña solo puedo decir que sigo viva aunque con la misma absurda sonrisa.

¡FELIZ AÑO!

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