sábado, 14 de abril de 2012

Verano del noventa y cuatro


Esmarelda dispuso el almuerzo familiar: cereales Cheerios de frutas, copos de avena, rebanadas de plum cake de nueces, tazones de leche para sus dos hijos pequeños y café americano para ella. Justo al dejar las cucharas sobre la mesa, escuchó el tintineo de la melodía que tenía asignada para su teléfono móvil. Lo buscó con la mirada y en un segundo acertó su ubicación. Miró el identificador de llamadas cuando lo tuvo en su mano. Una escuetísima autoreflexión la inundó con un estremecimiento pariente a la decepción. “¡Dios! No tengo voluntad para esto”, repasó, inútilmente, mientras descolgaba el teléfono.
“¿Cómo va eso, hermanita?", articuló el interlocutor. La voz de Leandro sonaba tan excitada que Esmarelda sintió que iba a detonar el auricular. “Hola Lean; qué buen humor gastas hoy”. Sintió remordimientos inmediatos por sus  palabras tan pronto las pronunció. Ahora se suponía que le había dado pie para que le explicase qué suceso tan asombroso había acaecido con motivo de su felicidad. Esmarelda se repitió a sí misma, un total de seis veces, no ser tan censurante e intransigente. ¿Por qué debía importarle que las historias no fuesen ciertas? Reflexiones recurrentes se despeñaron por la mente de Esmarelda; como cuando le representó la escena de cómo había derrotado, vigorosamente, en un área de servicio, a trece fugitivos que habían escapado de la cárcel.
“¿Por qué le está pasando esto a mi hermano? ¿Por qué la vida no es nunca como lo era antes? ¿Y si me termina pasando esto a mí?” Sus pensamientos fueron interceptados por el retumbo de la risa incontrolable de Leandro. Esmarelda emitió un sonido que sugería desconcierto y fue entonces cuando Leandro dejó de reír y le preguntó si podía hablar con los niños. Ella ideó una lacónica excusa y cambió de tema. Creyó que lo mejor sería recurrir a cuestiones más ligeras, preguntas rutinarias, las de siempre: “¿qué has desayunado?”, ó “¿vas a ver alguna película hoy?”, irían bien. Mientras trataba de encender un cigarrillo para acompañar el café, se preguntó por qué se tomaba la molestia de tener ese tipo de conversaciones sin sentido. Hizo un salto en el tiempo; le vino a la cabeza cuando se escapaban juntos al huerto de la tía Conchita para fumar el tabaco que le tomaban prestado a su madre. Luego se las ingeniaban para no dejar rastro de su delito. Recordar esto le hizo feliz. Se sentó y trató de concentrarse y escuchar realmente a Leandro. A continuación, Leandro le dijo sin vacilar un segundo, que era un adicto a la heroína y que hoy era su decimoquinto día de estar limpio. Le contó que las marcas que le dejaban las orugas que veía frecuentemente, estaban desapareciendo. Esmarelda se detuvo un momento para pensar cómo quería manejar esto. Podía ser honesta con Leandro y decirle que lo que le ocurría sólo sucedía en su mente y que ello desembocara posiblemente en algo fatal ó, bien, podía seguirle la corriente y felicitarle sin más por sus quince días. Parecía tan orgulloso de sí mismo que decidió decirle que ella también estaba orgullosa de él.
Esmarelda consideraba que había perdido al Leandro que solía ser. De hecho, la relación que una vez disfrutaron, era sólo un eco de su memoria que parecía cada vez más peliagudo de distinguir. Se multiplicaban sus pensamientos sobre su infancia y adolescencia, que se habían abierto paso, sin consentimiento, haciendo uso de su memoria. Pensó en los dos. Hasta verano del noventa y cuatro. Entonces se acordó de cómo él empezó a cambiar. Hablaba de cosas raras, contaba historias confinadas únicamente a la imaginación y, a veces, sólo se quedaba quieto en el mismo sitio, mirando inmutablemente a la nada y sin hablar en absoluto. Volvió a sentir el mismo escalofrío que cuando le dijeron que estaba diagnosticado de esquizofrenia. Pensar demasiado en el pasado provocaba en la mente de Esmarelda cortocircuitos de preguntas que no podían ser respondidas. Trató de dejar la mente en blanco. Pensó en cortar el césped.
Olvidar el problema era difícil, ya que Leandro llamaba cada lunes y jueves. Esmarelda se odiaba por no querer tratar con él. Ella lo amaba tanto... Las conversaciones tenían tanta energía que Esmarelda se dijo a sí misma no ser tan egoísta. 




“Así que Lean, ¿qué quieres para tu cumpleaños?”, le preguntó. En ese momento él gritó tan fuerte como pudo “¡He de ir a jugar con el aspersor! Hasta luego Esmarelda”.
Colgó el teléfono con la misma extraña sensación vacía que siempre tenía después de una llamada de Leandro. Esmarelda trató de ordenar su mente. “Olvídate de todas las preguntas”, se dijo. “No hay nada que puedas hacer, me encanta por lo que es él".
Esmarelda aupó a su hija de 2 años de la silla. “Vamos a jugar con en el aspersor”, y salieron al jardín.



Relato de Desirée Serrano Buiza.  Escrito y dedicado para alguien que sabe que estas palabras son "recuerdos".
Gracias



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