Un hombre le dice a otro:
Qué es peor: la ignorancia o la indiferencia?
Le responde:
Ni lo sé, ni me importa.
Qué es peor: la ignorancia o la indiferencia?
Le responde:
Ni lo sé, ni me importa.
Día tras día defiendes una idea en la que crees sin duda alguna. Piensas que te representa, es tu idea, tu manera de ver algo, posees argumentos que consideras lógicos, sólidos e incluso obvios para presentarla. No importa en la conversación que surja, defiendes tu perspectiva porque estás convencido y la expresas a quien sea sin temor. Estás orgulloso de ella y la exhibes cada vez que se da una ocasión, situándote en una clara indiferencia hacia otras posibles respuestas que no te convencen. Así poco a poco la vas haciendo fuerte, la interiorizas e intentas hacerla entender a los demás, te sientes a resguardo y por ello muestras sin prejuicios sus puntos débiles y lo haces porque sabes que no perderá intensidad y con esa convicción te atreves a exponerla concienzudamente a juicio ajeno sin ser consciente de que el peor juicio es el que no se juzga a si mismo.
De pronto un buen día, sin previo aviso, tus propios hechos te demuestran todo lo contrario y entonces intentas alejarte de lo ocurrido y te preguntas que lugar ocupa tu “fantástica” idea y cual tu experiencia. Es en este punto en el que me encuentro altamente confusa y levemente aliviada, me viene a la cabeza ese dicho que comienza por “nunca digas de este agua no beberé...” y de repente cobra un nuevo significado, quizás efímero, pero real. Te posicionas en una perspectiva que antes rechazabas sin problema alguno y te dices: seré falso conmigo mismo? Que peligroso es dejarse llevar y que tentador si estás dispuesto a trastocar espacios que creías cerrados y servidos en tu pensamiento. Aunque sea de higos a brevas es conveniente ser escéptico con las ideas propias, y abrir nuestra cajita mental en lugar de guardarlas como un tesoro infranqueable. Cerrarse en banda corresponde a la ignorancia activa, y, como bien expresó Goethe, no hay nada más espantoso que eso. Cada aprendizaje, cada circunstancia, cada vínculo, requiere repensar y no hacerlo supone no avanzar; quedarse perpetuamente clavado en la misma idea no me parece algo satisfactorio, sobretodo porque intentarlo es incluso más complicado que dejar que fluyan y conectarlas de maneras que antes no conocías o no eras capaz de ver, pero que ahora aparecen como una posibilidad.
Un gran pensador expresó una idea que hoy resurge en mi resignificada: Además de enseñar, enseña a dudar de lo que has enseñado1. Tras repensarla mi conclusión, hoy, es que tus ideas pueden hacerte sentir libre, pero si no les das la oportunidad de cambiar se convierten en la peor de las cárceles, las que te construyes a ti mismo desde dentro. La idea, ahora distinta cualitativamente, es entonces como la energía, nunca se destruye, sólo se transforma. ¿Y porqué no dejar una puerta abierta al libre pensamiento en lugar de esclavizarse a un “así soy yo, pienso de esta manera y punto”? ¿Para qué poner un punto a una idea si puedes permitir que su narración se desarrolle sin límites?
1 Ortega y Gasset
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